26 de septiembre de 2011

Novela-caca

Comprobado, es posible escribir una novela-caca en un verano. Faltan por publicar 7 capítulos de Ars Moriendi y no lo voy a hacer. Olviden esta etapa, pero tengan en cuenta la siguiente, en la que prometo no darle a la ficción. 

Saludos,

JSG

21 de septiembre de 2011

ARS MORIENDI (33)


33# UNA HEMBRA PARA MATAR EL HAMBRE

A la mañana siguiente me pasé la lengua por los dientes y constaté, ante la soberbia irregularidad de mis paletos, que nada había sido un sueño. La paliza fue tremenda, y eso que me defendí con las uñas, pero hay una máxima meridiana: «No puede más el más fuerte, ni el que mejor pelea, sino el que no teme a la muerte».

—Habrá que poner fundas —dijo Pitusa abriéndome la boca—. Al menos te ha dejado dos mitades, lo justo para el anclaje. De todos modos, la culpa es mía. No tenía que haber llamado cerdo a su mujer.

—No era su mujer, Pitusa —dije, un poco triste, todo hay que reconocerlo—. Sólo era un cerdo.

—Ya. Si es que ya no sé ni lo que digo. Con reacciones tan verídicas y tan buenas actuaciones, una termina por confundir conceptos.

La lengua de Pitusa se introdujo entre mis dientes. Había hueco incluso con ellos apretados. Nosotros también éramos combustibles y, a juzgar por la turgencia de mi tronco y por el hirviente humedal que palpitaba entre las piernas de Pitusa, lo hubiéramos demostrado. Pero una voz dijo:

—Perdón.

Y entonces dejamos eso para otra ocasión. Abrimos la cremallera de la tienda. Sombrero portaba unas ojeras que le llegaban hasta la comisura de los labios.

—La conciencia no te deja dormir —repasé el nuevo filo de mis paletos.

—Perdón —dijo Sombrero—. No sabes lo que me arrepiento, Yoryo. ¿Qué tal los piños?

—Rotos. Quebrados. Mediados. Al cincuenta por ciento.

—Te pago la reparación, aunque no tengo un duro. Pensándolo mejor, te la pagas tú, por los cristales que me jodió tu novia. ¡Que te jodan a ti también!

—En paz —dijo Pitusa.

Salimos de la tienda y le dimos el pésame con austera sinceridad, aunque por dentro seguíamos con el cerdo parapetado. Esto, debido procesos digestivos o cerebrales circunvoluciones que escapaban a nuestra comprensión, se materializaba por fuera y hacía que se nos saltaran las lágrimas en un descojono supino.

—No lloréis —dijo Sombrero—. Chistera murió abrasada, pero contenta. Me dejó una nota. Fue ella misma quien se prendió fuego.

El rostro de Pitusa era un poema de miedo. Alguno de Poe, por ejemplo, pero de los que no hacen gracia. El mío portaba una rima para no volverme loco, más bien de tipo circunspecto: Camiño a pé / e por iso é polo que / vexo omundo tal cal é. (Celso Emilio Ferreiro). Vamos, sin demoras, que yo seguía visualizando el gocho y la mujer de Sombrero no era para tanto.

—La enterré en una ceremonia íntima —continuó—. Totalmente.

—¿Totalmente? —pregunté. Y es que no entendía ese concepto en su totalidad.

—Bueno —dijo Sombrero—. Totalmente no. Digamos parcialmente.

—¿Parcialmente? —preguntó Pitusa—. Y es que sólo de forma parcial comprendía ese concepto.

—Tenía hambre —confesó Sombrero, y dibujó en su rostro un carboncillo de arrepentimiento—. Yo de mi mujer me comía hasta los andares. ¡Menuda hembra!

 


13 de septiembre de 2011

ARS MORIENDI (32)


32# MÉTODO PARA PARTIR DIENTES

El grito de Pitusa, su atronador alarido, provocó varias grietas en la tierra. La ferviente pulsión de los globos oculares hizo que sus ojos se perdieran más allá de sus pestañas. Tuvo, incluso, que utilizar las manos como cazos por si alguno de los dos internos, obligado por la gravedad y sometido a una presión de atmósferas variadas, se decidía por fin a abandonar su órbita. Pitusa se tiraba de los pelos, resoplaba y los papos se le hincharon como a un sapo reventado de nicotina. Pero todo era mentira, una engañifa, puro teatro. Con el perdón de Feng: un cueto chino.

—¡Hay un gocho ardiendo!

Es muy curioso pero Sombrero pegó un bote. Algo en su interior —lo vi en sus lacrimales— presagiaba una tormenta de granizo.

Pitusa señalaba el camino de los baños. Se dirigió a Sombrero.

—¡Un cerdo de tamaño regular!

Salimos pitando hacia el lugar donde se abrasaba el animal. Sombrero, a la cabeza, con las manos taponaba sus oídos. No encajó muy bien lo del cerdo y corría como un gallo sin cabeza. Yo me iba cascando el culo por detrás y pensando si no sería Sombrero el gallo de la fábula de Iriarte. Pero este gallo corría demasiado y tenía cuerdas vocales. Sombrero no paraba de utilizar su órgano fonador, aunque se limitaba a registrar su voz con unas pocas sílabas que repetía sin descanso, ya que apretaba el culo y no había organismo vivo que lo persiguiera.

—¡Chistera!, ¡Chistera! —gritaba.

—¡Chistera!

Y lo repitió tantas veces como quiso hasta llegar al emplazamiento de la porcina ignición.

Nos sacó doce segundos en la etapa y, cuando llegamos al baño, Sombrero ya había apagado el fuego. Se encontraba de rodillas sobre el cuerpo, llorando sin descanso, preso de una desesperación de tal calibre que si hubiéramos sabido que la broma le iba a caer tan gorda, habríamos quemado otro cerdo distinto. Pero no era por el cerdo, que ya venía muerto, sino por el cariño que Sombrero dispensaba a ese trozo negro y humeante.

—Chistera —murmuró, como si se le hubiera ido un familiar.

—Sólo era un cerdo —dijo Pitusa.

—¿Sólo un cerdo, mala puta? —se incorporó, nos hizo frente.

Se podían captar a simple vista los conductos sangrantes en lo blanco de sus ojos. En ese momento no todo el mundo se parecía en eso, pero sí en la disposición de la universal y catedralicia raja que, mutatis mutandis, es la misma para casi todos los bípedos.

—Un respeto —defendí mis intereses como nunca los debí defender.

—¿Un respeto me pides, hijo de zorra? Mi mujer se ha quemado como un perro, y vosotros mancillando su estirpe.

—Como un cerdo —dijo Pitusa.

Sombrero recuperó su llorar desencajado, acariciando el lomo acartonado del gran bicho.

—Pobre Chistera —dijo.

—¡Pero si sólo era un cerdo! —estalló Pitusa obviando el tacto debido—. ¡Sólo un puto cerdo!

Sombrero, cuya galantería estaba fuera de toda duda, la tomó conmigo. Me ofreció una galleta que amablemente rechacé. Después se ofreció a reventarme la cabeza con los pies. Pero luego ya no hizo preguntas y, como me pilló en un extraordinario estado de pasmo inaudito, se limitó a partirme los paletos con un ramazo de roble.

Pitusa me llevó a la tienda como a un borracho se le deja a la puerta de su casa: con la sensación de que no por haber sido la primera vez, será la última.



9 de septiembre de 2011

ARS MORIENDI (31)


31# SEÑOR MELANCÓLICO

Sombrero pisó el último grillo, un grillo pequeño, un grillete, que son los que más duran. Escuchamos el crujido del insecto y abrimos la cremallera. Pitusa sacó la cabeza y yo devolví la mía dentro del bañador. Luego saqué la de pensar por el mismo hueco que Pitusa.

Le pregunté a Sombrero, que estaba paseando, si estaba paseando. Me miró como se leen algunas novelas buenísimas, con desinterés manifiesto.

—El verano se acaba —dijo—. El camping se muere.

—Tu camping se muere —dije y, queriendo herirle gravemente, agregué—: Y tú te mueres con él, señor melancólico.

Pitusa captó el mensaje, recordó la contraseña establecida y, alegando una repentina y necesaria muda de cartucho vaginal, trotó hacia los baños disculpándose. No se había olvidado el mechero porque llevaba la mano dentro del bolsillo. Por esto y porque me la imaginaba rascando piedra, ansiosa, perfeccionista hasta la médula, comprobando nerviosa, insistentemente, la funcionalidad del encendedor. La impaciencia siempre podía con ella y era muy capaz de ponerme un condón en la punta del glande con el pirulo hacia abajo. Alguna vez lo hizo —con toda la fuerza, con todo el cariño— hasta romper la goma o ahorcar mi prepucio en el látex, como en una película de terror.

Mientras Pitusa hacía lo suyo —su parte del trato— yo entretenía a Sombrero.

—Tengo en mente una novela fantástica —mentí, pues no la tenía en la mente sino en el almacén de una funeraria, a una micra de ser incinerada.

—Me extraña.

—Si quieres te la cuento —no esperé su respuesta—. Un hombre tiene un sueño. Una mujer tiene un sueño. Un camarero tiene un sueño. Ninguno de ellos se conoce.

—La polla en cebolla, vamos.

—Pero se conocen en el sueño. Lo llevan a cabo.

—Haberlo dicho antes. Sin duda es una novela extraordinaria.

El zoquete no se dejaba entretener lo suficiente. Tal vez se olía algo y no pude captar su atención.

[CAPTATIO BENEVOLENTIAE: Oh, lector, ¿sabrá perdonar los errores que cometo? ¿Sabrá aceptar que no soy lo que se dice un ser magnífico? Intente comprenderme. Escribir demasiado me compromete. Sombrero no es precisamente un agapornis personata, al que pueda yo engañar con un pistacho. Es un ente complejo, con todas sus mierdecitas, con sus pequeñas miserias y sus grandes cóleras. Hagan un esfuerzo, lectores. Esto no es fácil para nadie].

Hablar de literatura no te garantiza el interés por parte del otro. Probablemente la novela que había escrito y que estaba a punto de arder en un horno crematorio era una novela cuya práctica realización sólo existía en mi cabeza, lo que me hace clasificarla en el grupo de los objetivos inalcanzables, en el de las novelas abortadas antes de tiempo. A pesar de todo la escribí y no le dije a Sombrero, por otro lado, que los tres personajes eran conducidos por un cuarto y que ese cuarto personaje podía ser otro escritor. Pero me da en la nariz que las historias en las que los escritores son los personajes no son nada originales y reconocer esto, por mucho que me duela, parece crear una tendencia peligrosa y basta ya de flagelarme, que tengo el tejado lleno de agujeros y aquí huele a cochinillo. Yo no sé por qué meto la minga en estos pozos, que dijo el sapo. Pero cierto. Podía haberle contado todo esto y así ganar unos minutos, pero me decanté como un buen vino por otra opción siempre asequible. La adulación. Así que, en el preciso instante en el que Sombrero se daba la vuelta para irse, aborté la novela que no había escrito y que nunca escribiría ya.

—¡Pero qué astuto eres, cabrón! ¡Qué habilidoso!

Sombrero pisó el freno y se marcó un giro de 360 grados para seguir camino.

—¡El cazador de sombras! ¡Qué pícaro, Rinconete! ¡Qué sagaz!

Sombrero volvió a pisar el freno un poco más allá y esta vez se volvió hacia mí con la graduación conveniente.

—¿Qué puta dices, Yoryo?

—El truco —dije—. Lo del insecto. Lo de la sombra. ¿Cómo lo hiciste?

—No hay truco.

—Claro, claro, asentí. Un buen mago no desvela nunca sus mierdas. Bajo ningún concepto.

Pitusa se acercaba con los índices y los corazones en alto. Era la señal de la victoria. Podíamos comenzar a cantar.

—Mira —le dije con una actitud totalmente distinta a la precedente. Sentía ya cómo Sombrero se comía el pistacho que mi mano le proporcionaba—. Por ahí viene Pitusa.

—En efecto, por ahí viene —dijo el agapornis personata.

Y yo, sabiéndome laureado y recordando una fábula de Tomás de Iriarte, comencé cantar:

 

Había en un corral un gallinero;

en este gallinero un gallo había,

y detrás del corral en un chiquero

un marrano gordísimo yacía.


8 de septiembre de 2011

ARS MORIENDI (30)


30# PROMESAS, CONTRASEÑAS, VENGANZAS


Los uniformes salieron del jeep. Venían todos sacando pecho y el de mayor rango, a la cabeza del batallón de imbéciles, arrastraba los pies sobre la tierra levantando esponjas de ceniza. Detuvo la marcha en la puerta de la garita. Los perros falderos pararon en seco a la altura de Sombrero. Nosotros estábamos en el centro del patio. El jefe levantó la cabeza y quiso saberlo todo. Sombrero repitió la historia del turco palabra por palabra, punto por punto. Cuando llegó a Jenofonte los uniformes se mesaron los pelos de las perillas y luego intentaron apoyar el mentón en la nuez. Pero eso era, decidieron, como chuparse el codo. Pensativos. Absortos. Un verde se puso rojo. Ignorante. Los demás sufrían su ictericia. Amarillos. Verdes de envidia. Sombrero, incoloro. El de mayor rango, pálido, blanco, divisó los cristales rotos. Se lo imaginó.

—¿Los pájaros? —preguntó.

—Ambos carpinteros. El cristal estaba limpio. No lo debieron ver.

—Metan al turco en el paquete —resolvió, desenrolló el plástico—. Sean compactos —solicitó.

A Sombrero:

—¿Y los carpinteros?

—Uno se lo devolví a Pitusa y el otro se lo devuelvo ahora —dijo Sombrero, y nos tendió la navaja multiusos.

—¿Es usted la dueña de los pájaros? —preguntó el superior.

Pitusa dijo que sí, se guardó la navaja y señaló al muerto.

—¿Es que no van a investigar las causas? —dijo.

—Las causas —dijo el uniforme—. ¿No ha dicho Sombrero que tenía problemas de salud? Sombrero, ¿no lo habías dicho?

—Seguro que sí —dijo Sombrero—. Esta gente no presta atención. Van a lo suyo.

Nos largamos a lo nuestro, con un suspiro resignado pillamos el sendero. A los lados del camino se erguían los corazones de hoja irregularmente dentados. Pelos de melocotón. Unas flores amarillas de cinco pétalos. El fruto de la planta era sostenido por un largo pedúnculo.

—Estos deben ser los pepinillos del diablo —dijo Pitusa.

—Es lo único que queda.

—Y nosotros. Y Sombrero. Y la mujer de Sombrero.

—No, la mujer de Sombrero no. Su sombra.

—Y los uniformes —dijo Pitusa.

Nos pusimos a follar. Teníamos miedo. No se puede follar con miedo porque el miedo desgasta. Follar desgasta. Quizá no fuera miedo lo que sentíamos sino la monotonía del camping. Un asesinato es divertido, pero una masacre desgasta. En cualquier caso, lo hicimos sin hablar, mecánicamente. No sudamos ni una gota, yo ni siquiera me corrí. Pitusa sí. Pitusa siempre se corre. Aunque tenga miedo, aunque se aburra.

—¿Te quieres casar conmigo?

—Pues claro.

Nos abrazamos. Lloramos. Nos prometimos varias cosas, las típicas cosas que se prometen las parejas que van a dar el paso.

—Fidelidad.

—Sinceridad.

—Complicidad.

—Confianza.

—Comprensión.

—Algo de sexo.

Pitusa prometió.

—Nos quedan dos días. Nos vamos —dije.

—Pero antes una última cosa.

—Venganza —dije.

(Juraría que sólo lo estaba escribiendo).

Pitusa confirmó.

—Y de la chunga.

Compramos un cerdo en la carnicería de un pueblo cercano y un bote de combustible para mecheros. Lo llevamos todo a nuestra tienda. El cerdo no cabía, el bote sí. Decidimos meter el bote dentro del cerdo. Le abrimos un boquete en el vientre. Después cogimos una carretilla que andaba por ahí, volcada, abandonada, oxidada. Una mierda de carretilla. Esperamos. Mientras esperamos nos pusimos de acuerdo. Pitusa propuso un verso de Bukowski para pasar a la acción.

La contraseña.

—«Y los pájaros se habían ido, a ningún pájaro le gustan los cables».

—No. Mejor uno de Alberti. «Luzbel de las canteras sin auroras».

—No —dijo Pitusa—. Es imposible de calzar.

—Pues entonces.

—Pues entonces algo de Pavese: «Si una mujer sabe a esperma y no es el mío, no me gusta».

—Demasiado melancólico, señor melancólico.

—Señor melancólico.

—Vale —aceptó Pitusa—. ¿De quién es?

—De Pitusa.

La noche, por fin, se metió una hostia contra el suelo. Descendió de golpe y todo se tornó oscuro. Hacía tiempo que las farolas habían dejado de iluminar. Todo lo hacíamos de memoria. El recorrido a la garita, la vuelta hacia la tienda, el camino de las duchas, el camino de los baños. El camping estaba ausente, muerto, rígido. Una polla suelta, desmembrada, cadavérica. Un hueso lleno de tendones de goma.

Fue un éxodo masivo. Las últimas parcelas habitadas quedaron vacías. Sólo nuestro pequeño cubil se erguía presidiendo la impostura del terreno, los cuadros de césped amarillo.

Al amparo de la noche y de la luna ausente, llegamos a puerto y atracamos en los baños. Siempre, en todo momento, tuvimos presente la posibilidad de volver a ser incrustados en el círculo. Parapetados detrás de los árboles grises, la misión fue muy sencilla y, con el orgullo pintado en los mofletes sonrosados, descargamos el cerdo en los cagaderos.

Deshicimos el camino. Llegamos a la tienda. Me bajé los pantalones y saqué la chorra. Pitusa me miró vacilante. Se la coloqué entre las cejas.

—Jojojo —me reí—. Mira que sombrero más guapo, qué bien te sienta.


6 de septiembre de 2011

ARS MORIENDI (29)


29# —SE LLAMABA BAHADUR.


Un turco valiente, atrevido, natural de la provincia de Trabzon, de cuya capital, Trabzon (en castellano Trebisonda), situada en la costa del Mar Negro, habló Jenofonte en su Anábasis, allá por el cuatrocientos antes del cero.

»Tenía serias molestias en un pie, en la ingle, en el surco nasolabial, en el triángulo de Farabeuf, en las vísceras, en la espalda, en las venas menos importantes (varicosas), en las venas más importantes (las que no se ven), en una escápula, en el téctum, en el bulbo olfatorio, en la corteza cingulada, en el pericardio, en el endotelio y, últimamente, en los lobulillos pulmonares. Era un poco hipnótico, Bahadur, hipocentauro, hipofosfito, mierda, ejem, era un poco hipotecable, quiero decir, un poco hipocondríaco. No se callaba nada.

—Entonces murió de cualquier cosa —dijo Pitusa—. Al menos a éste no se lo han cepillado.

—No tan rápido —espetó Sombrero—. Hace unos días cojeaba del pernil.

—Un esguince, seguramente —aporté mi opinión.

—En su muerte nada tuvieron que ver los ligamentos —dijo Sombrero—. ¿Qué por qué lo sé? Pues no lo sé. Uno escucha cosas y no está para verificarlas todas. Uno tiene sus propias preocupaciones, sus problemas propios.

Pitusa maldijo por lo bajo.

—Lo que interesa —dijo Sombrero—: Se derrumbó sulfatado, el otomano.

—¿Fulminado?

—Eso es, a plomo. Sobre el suelo. No había otro lugar. Se desvaneció. Repentinamente. El turco ha muerto envenenado.

—Maldita sea.

—Esta mañana se encontraba mal y vino a verme. Le dolía mucho todo el cuerpo y ya sabemos lo que esto significa.

—No lo sabemos —dije, con firmeza, haciéndome el ignorante, sin saber a qué se refería, disimulando—. ¿Qué significa, pues?

—Un síntoma inequívoco.

—Un síntoma inequívoco…

—Sí, un síntoma, un fenómeno revelador.

A Sombrero le parecieron obscuras las palabras de Sombrero. Superando su confusión, para esclarecerlo todo, dijo:

—Pepinillos del diablo.

Se me hincharon los yarboclos, que son los testículos de Anthony Burgess pero más grandes.

—Pepipollas, Sombrero. ¿Me oyes? Pepipollas.

—Pepinillos. Del diablo. Únicos supervivientes de toda la flora del camping y sus aledaños. Pepinillos del diablo. Son harto venenosos. A grandes rasgos, mortales a grandes dosis.

—Pepinillos del diablo —suspiró Pitusa.

—Desdichado Bahadur —dijo Sombrero.

5 de septiembre de 2011

ARS MORIENDI (28)


28# SEGUNDA TENTATIVA


—Existen dos clases de errores. Los errores de acción, que son muy típicos, y los errores de omisión, que se suelen dar en las enumeraciones. La experiencia se consigue a través del primer error, mientras que a través del segundo sólo se pierden amigos. El error, pues, aunque todo es discutible, se agota en el error. La experiencia nos hace más capaces, pero menos diligentes para matar. Para matar no hace falta la experiencia, pero sí el error, aunque sea de cálculo. De la diligencia nos servimos para elegir con precisión el arma del crimen. El error, por tanto, nos ofrece la oportunidad para cambiar el instrumento. Siempre hay un gancho para matar —dijo el narrador omnisciente, y escribí yo:

Contábamos con una navaja multiusos. De las gordas, con diferentes aplicaciones. En un extremo relucía un cortador de gancho para situaciones de emergencia.

—Si le atizo bien lo mato fijo —dijo Pitusa con el gancho en la mano—. Se lo meto por la nuca, como a los toros.

—Por lo menos lo dejamos inconsciente —asentí—. Luego le damos el golpe de gracia.

El narrador me pidió paso.

—Pasa —escribí, aburrido de peroratas.

—Hacer el amor está de moda. Es lo que pega. Hacer el amor, en contra de lo que pueda parecer, es un error por omisión. Siempre hay otras cosas más importantes. Pero es necesario. Hay que hacerlo. Quien no lo haga lleva las de perder —dijo el narrador omnisciente, y luego se agarró, trémulo, la chorra.

Esta vez yo era un tornillo y Pitusa una tuerca incandescente. No sé si fui yo quien se metió dentro de la tuerca o Pitusa quien violó el tornillo. Pero lo hicimos bien, estábamos perfectamente calibrados. Yo empecé a girar sobre mi eje y, a cada vuelta, la penetraba un poco más. A ella le gustaba mucho, y pedía más premura, pero yo me demoraba lo suyo. Entre metidas y sacadas nos tiramos un buen rato. Por supuesto, lo hicimos a pelo, sin destornillador. Por fin saqué la lengua del glaciar, lentamente me corrí, tuve que pedir perdón.

—No te preocupes —me calmó Pitusa—. La culpa es mía, que soy de metal frío. Todavía puedo fabricar carámbanos en el helor de mis entrañas. Jojojo —silbó como un bronquiolo—: ¿Nos zampamos unos polos?

Llegamos a la garita. Pitusa lucía un monte de Venus hiperbólico, pero nada que no pudiera pasar por un tampón mal colocado.

Sombrero hablaba con su mujer, cuya figura no vimos ni nos esforzamos en ver. Ni carne ni huesos. Lo de siempre. No era necesario seguir con el juego. Sólo estaba la sombra y, detrás de la sombra, Sombrero. Pegamos nuestras espaldas a la madera de la garita, debajo de la ventana, y escuchamos esta conversación:

—Ven aquí, pequeña, que te voy a poner tibia —dijo Sombrero con la voz de Sombrero.

—Cochino —dijo Sombrero con la voz de su mujer.

Sombrero se ofendió.

—Frígida —insultó muy hiriente.

La mujer de Sombrero se ofendió gravemente y, con la voz de Sombrero, mostró su desacuerdo.

—Habló el impotente.

—Habló la puta, directamente.

—Habló el cornette.

—Habló la fea de la clase.

—Habló el cenizo.

—Habló la osa mayor.

—Habló el canis minor (de Orión).

—Habló la que peor huele.

—Habló el gaznápiro mediocre.

—¡Zorrón! ¡Cómo te quiero! —dijo Sombrero con la voz de Sombrero.

Sombrero se abrazó, se acarició, se besó, secretó.

Apareció un tonto realista:

—El asesinato es para listos. Cuidado con los tiempos, con la fuerza. Es crucial la elección del momento. A partir de esa línea esquiva, a partir de ese instante en el que se toma una decisión y se adoptan los mecanismos necesarios para llevarla a cabo, ya no hay marcha atrás. Deducción: No existe el arrepentimiento. Conclusión: Asesinar es precioso si se sabe hacer —dijo el narrador omnisciente y, tras una leve inclinación de cabeza, de idiotizó provisionalmente.

Cuando entramos en la garita pillamos a Sombrero en actitud indecorosa. Tenía la mano dentro del pantalón y se mordía la lengua que sobresalía por un lado. Su mujer causó baja víctima de una ocultación veloz y `patafísica en cierto modo, pues no era ni mucho menos definitiva y yo no podía imaginarme solución distinta ni excepción diferente.

—¡Quieto! —gritó Pitusa.

Al verse sorprendido en tan violenta circunstancia, el onanista echó mano de su largo repertorio de disculpas. Sacó, por tanto, una libreta de un cajón y, deslizando un dedo viscoso sobre el papel, juzgó apropiado leer:

—Buscaba el muelle de un sillín de bicicleta. Estaba entre mis huevos, el muy jodido. Lo agarré y se me escapó, lo agarré y se me escapó, lo agarré y se me escapó, y así hubiera estado toda la vida si […].

—Cierra tu culito, pajero —le dije. Sombrero levantó la vista pero mantuvo el dedo en la hoja—. Me apuesto unos orujos a que tu mujer se esfumó justo antes de llegar nosotros.

—Y los pierdes —dijo Sombrero—. Mi mujer se esfumó justo después.

—Pues no la vimos —dijo Pitusa con cierto asco sobrevenido.

No podía apartar los ojos del dedo.

—Pasó a vuestro lado —explicó Sombrero y, por fin, chapó su libreta y guardó el dedo seminalmente manchado—. Os saludó. No os dio dos besos porque tenía prisa. Pero vamos, será por orujos.

Cuatro ojos convergieron en un mismo punto. Dos eran de mi propiedad y el resto no eran de Sombrero. Pitusa levantó las cejas. «¿Ahora?», me preguntaba valiéndose del gesto. Levanté las mías, dudé, después empalmé mi dedo gordo: «De acuerdo».

Sombrero nos ofreció la nuca cuando se dio la vuelta para reponer su libreta, no hay forma más idónea de mostrar nuca que dando espalda. Pitusa descoñó su gancho y ensayó su certero tajo. Cuando quiso hacerlo efectivo, Sombrero se agachó. El brazo de Pitusa paseó por encima de la res y se posicionó, de nuevo, en su articulación de siempre. Sombrero se incorporó. Pitusa insistió. El gancho voló de nuevo hacia la cabeza y la cabeza descendió de nivel. El brazo retomó el conocido sendero y fue a parar debajo del hombro de Pitusa. Sombrero escanciaba los orujos y, ajeno al peligro que se cernía sobre él —sobre su nuca— comentaba la jugada.

—Para los días de sed y muerte —dijo—, este orujito blanco.

Pitusa desistió.

—Es imposible matar a este pájaro —murmuró y, con una bondad imposible de entender, dejó volar al carpintero hacia el cristal de la ventana. La navaja fracturó como estaba previsto. El gancho se acomodó en el suelo del patio.

—Joroño —amalgamó, sorprendido, Sombrero—. ¡Joder y coño! —gritó—. ¡Y van dos lunas!

Giró sobre sí mismo y nos alcanzó los vasos.

—Pajarracos de mierda. Politoxicómanos —dijo.

Me apreté los ojos, desesperado. Pitusa, no pudiendo contener su furia inenarrable, sangraba por el labio inferior.

—Suave —le susurré al oído—. Muerde un palo. No muestres debilidad en su presencia.

Cogimos los vasos con resignación.

—Brindemos, pues, por la memoria de los muertos —dijo Sombrero, levantó su vaso—. Salud.

—Salud.

—Salud.

—Salud —dijo el narrador omnisciente, recuperada su imbecilidad ordinaria.

Sombrero golpeó el cristal de su vaso con pomposa ceremonia. Para ello utilizó unas uñas excesivas.

—Atención —dijo—. Atención. ¿Dónde tengo la cabeza? En el camping había un turco… Había un turco… Bueno, pues ya no lo hay.

Ante nuestro fatal desconcierto, se explicó como sigue:

2 de septiembre de 2011

ARS MORIENDI (27)


27# LOCUS EREMUS


—Si hubieras agarrado el martillo como me agarras la chorra, o […] —le dije a Pitusa de camino a la tienda.

—Tra polla te cantaría —completó—. No me atormentes.

A la mañana siguiente varios coches y caravanas tiraban pedos negros de humo gris. Se iban. Dejaban el camping. Unos abandonaban por la inercia del miedo, otros, simplemente, daban fin a sus vacaciones y, de forma abrupta, se precipitaban sobrecogidos hacia sus vehículos, dejando un rastro de arena y polvo, una estela de rebeldes partículas que descendían del aire y se posaban luego sobre el suelo gris, pedregoso, helado, lleno de fieras. Abandonaban como si los llevara un impulso incomprensible y cobarde, como si huyeran de una muerte segura, o no tan segura, pero la posibilidad de la muerte ya bastaba para hacerles desaparecer.

La hierba amarilla de las parcelas delataba sus días de ocio, figuras portátiles de hogares portátiles, y la mayoría sólo dejaba la estela de un recuerdo imborrable, aquel de los días en que los extranjeros murieron. Llegaron las alimañas, los ratones de finos dientes, las más ardientes víboras reptaban, quebradas, a través de sus propios circuitos dislocados de odio. Pero sus captores éramos los hombres viles, aunque para esto hay diferentes niveles y grados. Descabezada una, salían tres de su escondite acompañadas de serpientes de cascabel, de reptiles desconocidos y acaso extinguidos, formando un ejército compacto, heterogéneo, sonoro de los más primitivos terrores.

Todo comenzó a pudrirse. Los árboles perdieron las hojas, que no tardaban en convertirse en ceniza mucho antes de tomar tierra, y las farolas se oxidaron como si hubieran pasado tres meses. Todas las plantas perdieron la turgencia y sus flores, llenas de vida y color, desaparecieron. En realidad, pocas cosas permanecieron.

El cielo se oscureció, las nubes se compactaron por encima y por debajo de nuestro campo visual. Todo en el perímetro se tornó negro y nosotros habitábamos el círculo central. Primero fue el cuadrado, luego el círculo. Sólo contábamos con dos dimensiones y a partir de ahí nada existía. Alcanzábamos con la vista lo que teníamos delante. También, si nos dábamos la vuelta, podíamos ver lo que teníamos detrás (o delante, si nos dábamos la vuelta). Pero siempre dentro del círculo. Laterales negros. Cielo negro. Debajo de nuestros pies, todo negro. Aumentábamos de tamaño pero perdíamos nitidez en función de oculares arcanos. Y vino la ceguera por sorpresa. Y todo, incluso nuestro círculo, se volvió negro. Y se acercó Sombrero tapando el catalejo con la mano y entonces volvimos a ser, a estar. Y resultamos. Y parecimos. Y todo fue muy copulativo.

Aquí, centrado, debería ir un cuadrado negro con un círculo blanco en el medio. Y otro cuadrado negro stricto sensu. Debido a mi inutilidad para hacer tantas cosas que otros harían en lo que se tarda en decir "mínimo común múltiplo", me veo en la obligación de insertar este comentario (que no forma parte de la novela ni lo necesita, al igual que otros 75 párrafos que, ¡los he contado!, tampoco aportan cosa seria) para decirles, queridos amigos, que estoy hasta el epídimo (anda por el escroto), de cortar y pegar sin resultado. Resumiendo: que el párrafo que sigue no tenía sentido antes, cuando los cuadrados estaban dispuestos en lugar de este párrafo, ni tampoco ahora.

[Explicación de los cuadrados: El primero, de fondo negro, contiene un círculo blanco. El segundo es completamente negro a causa de un pigmento de carbono. Entiendo que, si vamos más allá del axioma, puede parecer un búho tuerto (en lo alto de la foja) o, si le ponemos una pizca de imaginación y entornamos los ojos, el mismo búho a punto de despertarse. En el círculo blanco —el del primer cuadrado—, estábamos Pitusa y yo. Allí nos metió Sombrero cuando agarró el catalejo. Cuando lo tapó con la zarpa, evidentemente, nos perdió la pista. Esto explica el color negro del segundo cuadrado. De todas formas se trata de un ejercicio para echarle varias horas y no tenemos tanto tiempo, de ahí que lo dejemos aquí para regocijo de aquellos escritores que últimamente tienen a bien insertar gilipolleces entre las páginas de sus escritos].


—Ese cabrón nos vigilaba —me dijo Pitusa delante de Sombrero.

No se incomodó el interpelado.

—Con el puto catalejo, sí. Muy observadora.

—Con el puto catalejo —dijo Sombrero— os veo hasta el martillo.

—¿Qué martillo? —se incomodó Pitusa, que todavía recordaba su asesina torpeza.

—El huesecillo —dijo Sombrero—. Pero si te refieres al mazo que te guardabas en las tetas, el que se te escapó por la ventana, con el que me jodiste los cristales, el bazo asesino, ejem, el mazo asesino, quiero decir, la cosa es luminosa. Para verlo de cerca no me hacen falta catalejos. Aquí lo tengo, sobre mi mano. Mira.

Sombrero nos mostró el martillo.

—Como podéis observar, es el pájaro carpintero que me rompió la ventana ayer por la noche.

—Uy, sí, qué mala baba —dijo Pitusa.

—Los pajarracos —dijo Sombrero—. Malditos politoxicómanos.

La sombra se precipitó sobre nuestros pies. Era minúscula. No se podía percibir con claridad aunque los tres pudimos percibirla sin problemas. Era un tábano, o una mosca grande, o una cigarra pequeña. Sombrero trincó la sombra, la cazó con una mano llena de nudillos correosos y luego nos permitió visualizar su palma y lo que en ella vimos nos hizo recular. Algo negro, intangible, se retorcía de dolor en el pliegue de la vida, convulsionaba como una bacteria con sarna. Un vapor denso, un gas petrificado, tal vez un organismo que ascendía con prisa y el tábano, o la mosca grande, o la cigarra pequeña, imitando los movimientos de la sombra, a escasos centímetros de la mano de Sombrero. Cerró el puño y el animal se desplomó sobre el suelo con un bombazo que levantó varias capas de ceniza. Pero su alma, la pulsión de su sombra, seguía latiendo todavía en la sobrecogedora manaza.

30 de agosto de 2011

ARS MORIENDI (26)


26# PRIMERA TENTATIVA


—Existen dos clases de experiencia. La experiencia que nos sirve para follar más, para follar mejor, y la experiencia que sustituye al instinto cuando el instinto no existe. La primera se adquiere con la segunda y la segunda se aprende de la primera. Para matar, qué duda cabe, no hace falta ninguna experiencia. Siempre hay un martillo para matar —dijo el narrador omnisciente, y escribí yo:

Sólo contábamos, en principio, con el pequeño martillo que habíamos utilizado para clavar las piquetas de nuestra morada portátil. Con eso poco podíamos hacer. Un martillo nunca es suficiente.

—Si le pego bien lo mato fijo —dijo Pitusa blandiendo el mazo.

—Por lo menos lo dejamos inconsciente —asentí—. Luego lo rematamos en el suelo.

El narrador me pidió paso.

—Pasa —escribí, y le hice un gesto amigable.

—El valor es siempre un requisito. El valor nunca es una virtud. El valor es como el agua. Necesario, imprescindible para sobrevivir. Pero el agua no es un valor, aunque valga su peso en agua. Entonces, el agua sí puede tener cierto valor. Es requisito indispensable tener dinero para comprar agua. Tener dinero para comprar valor. Tener un mazo para utilizarlo —dijo el narrador omnisciente, y luego le explotó el cerebro.

Esta vez yo era la montura y Pitusa un gaucho navajero. Se abalanzó sobre mí muy posesiva, con un ardor guerrero que me acojonó en un principio, pero luego suavizó sus intenciones y se puso melancólica, ese estado en el que se sumerge el individuo cuando está triste y le duele el estómago. En ningún momento soltó el martillo. Aferrada a él como al mango de una pala, me metió cuatro viajes en el cuerpo que casi me dejan seco. Aguanté los tres primeros, pero al cuarto erupcioné. Fue todo muy rápido, frenético, tuve que pedir perdón por lo precoz que fui. Se concentraron en la punta las ideas más genéticas. En un segundo, en un parpadeo infinitesimal. Yo no quería y apreté como si me fuera a cagar pero me corrí como el gran búfalo que soy, salvaje, apelmazado, tenebroso como un contrafuerte.

—No te preocupes —me calmó Pitusa—. La culpa es mía, que estaba hirviendo. Todavía se pueden cocer patatas al vapor de mis entrañas. Jojojo —sonó como una flauta—: ¿Nos hacemos una rusa?

Llegamos a la garita. Pitusa tenía el canalillo abultado, pero sólo sus tetas llamaban la atención. Ambas me hipnotizaron y comencé a recordar algunos episodios de una infancia que creía olvidada. Los barquillos, el parque, una niña rubia que le daba de comer a los patos y luego, saltándome unos años, yo mismo y esa niña rubia que ya no era tan niña, que ya no era tan rubia, encima de mí, pidiéndome de todo, insultándome con cariño y una perra arañándome la cara con garbo para después abandonarme en una esquina muy oscura, suprasensible, aquella esquina donde todos hemos estado alguna vez, donde la noche nos vuelve innecesarios.

—A lo que estamos —farfulló Pitusa—. Mírame a los ojos. Concéntrate.

Sombrero hablaba con su mujer, cuya figura no pudimos reconocer. No había carne ni huesos. Sólo era la sombra envejecida de una dama de otro tiempo, o tal vez era la sombra de otra sombra más lejana, menos corpulenta, aquello que contemplábamos a través de la ventana de retaguardia y que se nos pegaba a los ojos como gelatina translúcida. Pegamos nuestras espaldas a la madera de la garita, debajo de esa ventana, y escuchamos esta conversación:

—Rapidito. Prepara unas ginebras —dijo Sombrero con la voz de Sombrero.

—¿Quién viene hoy? —preguntó Sombrero con la voz de su mujer.

—Yoryo y Pitusa —dijo Sombrero.

La voz de Sombrero se sorprendió.

—Pitusa: estupendas tetas. ¿Quién coño es Yoryo? —preguntó.

—El escritor. Un affaire. El compañero sentimental. Yoryo, el de Pitusa —dijo Sombrero con su voz de siempre.

—¿Algo de picar? —indagó la mujer de Sombrero con la voz de Sombrero.

Sombrero dijo:

—Lo que tengas. Bogavantes. Lechuga. Cacahuetes. Unos dátiles.

En este punto se introdujo, de nuevo, ese idiota perfumado:

—Si de asesinar se trata, mejor hacerlo borracho. Emborracharse sin medida para cometer delitos es punible cosa. La trompa ha de ser quirúrgica. Sólo la justa medida nos hará obtener la medida necesaria para obtener valor. El valor, como hemos visto, cuesta pasta. ¿Tiene precio la embriaguez? Si podemos pagarla, podemos matar. Conclusión: Asesinar sin pensar en asesinar, cueste lo que cueste. No le demos más vueltas a la tuerca —dijo el narrador omnisciente.

Cuando entramos en la garita Sombrero preparaba las copas. Ni rastro de su mujer.

—Creímos oír la voz de tu esposa —dijo Pitusa.

—Yo no tengo esposa —dijo Sombrero, y agregó un chorro de ginebra en cada vaso—. Mi mujer se ha ido.

—Qué raro —me extrañé innecesariamente—. Estábamos en la puerta y no la vimos salir. La garita sólo tiene una puerta, que yo sepa.

—Que tú sepas —dijo Sombrero—. Pero lo cierto es que la garita sólo tiene una puerta, que yo sepa.

—Que tú sepas —desconfié.

Cuatro ojos convergieron en un mismo punto. Dos eran de mi propiedad y el resto no eran de Sombrero. Pitusa levantó las cejas. «¿Ahora?», me preguntaba valiéndose del gesto. Levanté las mías, dudé, después empalmé mi dedo gordo: «De acuerdo».

Sombrero se agachó para recoger unos limones de la cesta. Nos ofreció su pizpireto envés. Pitusa destetó el martillo y, con toda la fuerza de la que fue capaz —y en estos momentos era mayúscula, a juzgar por el tamaño de sus dientes y encías—, descargó su potente brazo hacia la grasienta cabeza sin sombrero. El martillo, desobediente, continuó trayecto y, volátil, se escapó por la ventana fracturando los cristales, saludando el exterior como un pájaro carpintero. También la inercia hizo lo suyo y Pitusa tocó nuca. Como es lógico, Sombrero malinterpretó sus intenciones.

—Te van los machos —dijo—. ¿Qué cojones ha sido eso?

Pitusa, herida todavía por su errata, intentó corregirse a través de la finalización de una estridente melodía. Canturreó con garganta poderosa lo primero que se le pasó por las dendritas, esto es, un gozo de Santa María.
 
¡Oh, María!

luz del día

sé mi guía

toda vía.

Con esto, tirando de glotis, pretendía hacernos creer que los cristales se habían fragmentado sin amplificador.

—Y no parto los cristales de los vasos porque están llenos de ginebra —corroboró.

—Era soprano en el coro de monaguillos —intenté explicar lo sucedido—. Le dan ventoleras.

—Lo añado a tu cuenta, pagano —dijo Sombrero y, por su cuenta y riesgo, añadió:

—Brindemos, pues, por la memoria de los muertos —levantó su frasco—. Salud.

—Salud.

—Salud.

—Salud —dijo el narrador omnisciente.